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sábado


Marc Augé

Las utopías asesinadas por la ciencia
De un modo revolucionario, las innovaciones tecnológicas cambian la realidad y abren perspectivas que vuelven obsoletos los proyectos políticos de otras épocas


El tema del mejor mundo posible debe situarse en relación con los dos tipos de mitos que han aparecido en el transcurso de la historia: los mitos de origen, fundadores de las religiones, que según los filósofos occidentales fueron aniquilados por la modernidad en el siglo XVIII, y los mitos del futuro, los grandes relatos fundadores de las ideologías políticas progresistas, que fueron desarticulados por la historia misma del siglo XX. Las dos formas de decadencia del tema de otro mundo posible presentan paradojas, diferencias y semejanzas. Las utopías laicas pueden parecer más generosas y desinteresadas que las religiones de salvación, porque no prometen ninguna recompensa individual a corto plazo y no se interesan por la muerte individualmente. Pero ambas han ejercido su influencia sobre el mundo actual (si llamamos "mundo actual" al mundo en que vivimos y "mundo virtual", al mundo con que las religiones y las utopías pretenden sustituirlo). De hecho, las religiones de salvación atribuyen importancia a las "obras"; en cuanto a las utopías laicas, suelen estar relacionadas con las filosofías de la felicidad que han cambiado la relación con la vida "mundana". Históricamente, tanto unas como otras han representado, para una multitud de individuos, sobre todo una manera de vivir en el mundo actual más que una manera de cambiarlo. Quizás la actualidad nos invita a abordar el tema del fin de ambas clases de mito. Si bien es cierto que la existencia de formas de religión agresivas (islamismo, evangelismo) puede hacernos temer un siglo XXI marcado por concepciones opuestas e igualmente retrógadas del mundo -lo cual desmentiría el tema de la desaparición de los mitos de origen y del triunfo de la modernidad-, no hay que subestimar el aspecto político de estas nuevas afirmaciones religiosas, ni tampoco su aspecto reactivo. Quizás todavía la modernidad sea algo que debemos conquistar, y nos encontramos en medio de una crisis que en realidad es semejante a un fin. En otras palabras, si bien es cierto que se han debilitado los proyectos políticos de mayor importancia, no debemos excluir la posibilidad de que se produzcan sorpresas en ese campo; las concepciones dominantes ya no están seguras de sus recursos y atractivos, y la ausencia o el debilitamiento de representaciones imaginadas del porvenir puede transformarse en una oportunidad de operar cambios efectivos basados en la experiencia histórica concreta. Quizás estemos aprendiendo a cambiar el mundo antes de imaginarlo, quizás nos estemos convirtiendo a una suerte de existencialismo práctico. Las innovaciones tecnológicas que han cambiado las relaciones sexuales y las maneras de comunicarse (la píldora, Internet), no nacieron de la utopía sino de la ciencia y de sus consecuencias tecnológicas. Las exigencias de la democracia y de la afirmación individual probablemente nos conduzcan por caminos que hoy apenas atisbamos. Desde el principio del siglo XX, la ciencia ha hecho progresos acelerados que hoy nos permiten prever perspectivas revolucionarias. Nuevos mundos empiezan a revelarse ante nosotros: por un lado, el universo, las galaxias (y ese cambio de escala no dejará de tener consecuencias, a la larga, sobre la idea que tenemos del planeta y de la humanidad); por otro lado, la frontera entre la materia y la vida, la intimidad de los seres vivos, la naturaleza de la conciencia (y estos nuevos conocimientos comportarán una redefinición de la idea que cada individuo puede tener de sí mismo). Lo que sepamos del mundo cambiará el mundo, pero esos cambios son hoy inimaginables, no podemos saber, por ejemplo, cuáles serán los progresos de la ciencia dentro de los próximos treinta o cuarenta años. A propósito de eso, dos observaciones: 1) Si no se realizan cambios revolucionarios en el campo de la educación, corremos el riesgo de que la humanidad del futuro se divida entre una aristocracia del saber y de la inteligencia y una masa cada día menos informada sobre los beneficios derivados del conocimiento. Esa desigualdad reproduciría y multiplicaría la desigualdad de las condiciones económicas. La educación es la prioridad más absoluta. 2) Las consecuencias tecnológicas de la ciencia son como una segunda naturaleza. Las imágenes y los mensajes que nos circundan y nos dan seguridad nos alejan del nuevo orden de las cosas sin darnos necesariamente los medios para comprenderlo. Y ése es el riego relacionado con lo que he denominado la "cosmotecnología". Nos ofrece la ilusión de que el mundo es finito. Ayuda a vivir, pero también puede ser el pasaje que permite todo tipo de explotación si aquellos que se consagran a la cosmotecnología no tienen una conciencia exacta de su ordenamiento. La ciencia no necesita desigualdades ni dominaciones. Si, de hecho, depende de las políticas que la financian, y en gran medida la orientan, de todos modos la ciencia responde solamente al deseo de conocimiento. Con respecto a esa exigencia, la miseria y la ignorancia son factores retardatarios. Un mundo que obedezca al ideal del conocimiento (y de la educación) sería más justo y más rico. Comprobar que la ciencia cambia el mundo implica admitir que no existe otro mundo más que aquel que estamos cambiando; un mundo que es, en sí mismo y al mismo tiempo, fin y propósito. [Traducción: Mirta Rosenberg] © Corriere della Sera