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miércoles

El tiempo y la causa (tercera parte)

Juan Bautista Ritvo


Para Kierkegaard la concepción que Platón tiene del instante es abstracta; es decir, no tiene en cuenta (ni podría haberla tenido) a la temporalidad específicamente cristiana, que en el instante se cruza con la eternidad. Pero, se dirá, ¿no ha dicho Platón en el Timeo –una frase citada una y mil veces–, que el tiempo es “la imagen móvil de la eternidad”? Se puede argumentar primero, que la eternidad cristiana no es idéntica a la griega clásica (baste citar, característica diferencial aunque desde luego no única, el creacionismo cristiano, que instaura en el origen un salto) y luego, que una imagen móvil es apenas otra cosa que un reflejo sensible, abotagado, cansino, imperfecto entonces, de la absoluta e indescriptible perfección marmórea –y desdeñosa de lo meramente humano–, que reina en un cosmos tan finito como cerrado sobre sí. Por el contrario, para Kierkegaard el tiempo es un infinito en el cual sería imposible localizar algún lugar fijo, un lugar que no sea mero pasar, sin un vínculo con la eternidad, la que hace de la presencia de la divinidad una súbita intervención en la constitución de un “presente” como tal. “Por lo tanto –dice– el tiempo es la sucesión infinita1. La vida que es tiempo y que sólo pertenezca al tiempo no tiene ningún presente. A veces, desde luego, se tiene la costumbre de definir la vida sensible diciendo que es en el instante y sólo en el instante. En este caso se entiende por instante la abstracción de lo eterno, convirtiéndolo en una parodia de la eternidad, en cuanto se pretende hacerlo presente. El presente es lo eterno o, mejor dicho, lo eterno es el presente y éste es la plenitud. Éste es el sentido en que los latinos afirmaban la presencia de la divinidad –presentes dii–, y con esa misma palabra, aplicada a la divinidad, designaban también su poderosa asistencia... Si, en definitiva, se pretende emplear el instante para designar el tiempo, haciendo que el primero signifique la eliminación puramente abstracta del pasado y del futuro y que así sea el presente, entonces hemos de afirmar taxativamente que el instante no es en modo alguno el presente, por la sencilla razón de que semejante intermediario entre el pasado y el futuro, concebido de un modo meramente abstracto, no existe en absoluto. Esto manifiesta bien a las claras que el instante no es una mera determinación temporal, ya que ésta sólo consiste en pasar, de tal suerte que el tiempo no será más que tiempo pasado si para definirlo no tenemos otras categorías que las que se descubren inmediatamente en él. En cambio, si el tiempo y la eternidad se ponen en contacto, ello tiene que acontecer en el tiempo, y henos aquí ante el instante”2. Oponer un puro pasar a una presencia que fija el presente sólo apelando a la divinidad, puede pasar por un recurso que atenta contra la racionalidad y que no podemos aceptar sin cribarlo. Y sin duda es preciso cribarlo, pero en una dirección distinta a la que suele suponer el lector refugiado en las comodidades del pensamiento llamado “científico”. Sin duda nosotros ya no creemos simplemente que “el presente es lo eterno” y menos aún que el presente de la presencia y la eternidad plena se equiparen. No obstante, sabemos que la imposibilidad de reunir la búsqueda y el hallazgo de objeto en un solo haz, la inasibilidad del momento de la muerte y la constitutiva insatisfacción del deseo amenazan siempre con diferir indefinidamente cualquier corte, cualquiera pausa o punto de referencia estable; amenazan con transformar la inscripción metafórica en una perpetua derivación metonímica o, para decirlo en términos de la patología obsesiva, amenazan con la incesante procrastinación. ¿Cuál es entonces el punto de corte? La presencia de una ausencia, que no es mera ausencia pero tampoco pura presencia porque se trata, en definitiva, de una huella, de la huella de lo que se retira. Negar la plenitud, proclamar que el principio del placer es pura negatividad –la ausencia de dolor: así, nada positivo–, afirmar que el deseo, causado por un objeto (o más bien por la ficción de un objeto, dado que nada tiene allí de arrojado delante de alguien: ob-yectum) carece de objeto que lo colme, reclama una “eternidad”; pero podríamos agregar, con y contra Kierkegaard al mismo tiempo, que estamos ante una “eternidad vacía o el vacío de la eternidad, o de lo eternamente irrepresentable”. Para decirlo en términos más, por así decirlo, laicos, el punto de llegada de las asociaciones se transforma inmediatamente en un punto de retorno: la repetición repite un desencuentro constitutivo. Curiosamente, el propio Kierkegaard, da un ejemplo para volver “intuitivo” el que el instante es conmensurable con la eternidad, “puesto que en el momento de sucumbir expresa en el mismo instante la eternidad” y lo hace en una nota que él agrega a su libro ya citado más arriba, El concepto de angustia, una nota que, sugestivamente reclama indulgencia del lector, porque se trata de algo poco “serio”, (nada menos que de la escena y para colmo de la escena cómica,3), arroja una luz inmensa sobre el tema, al punto que lejos de ilustrar el concepto de eternidad, lo conserva cuestionándolo, lo conserva llevándolo a su punto extremo de resolución –o de irresolución, pudiéramos decir también–. La transcribo en lo esencial: “Había una vez en Copenhague dos actores a los que casi de seguro ni siquiera se les pasó por las mentes que en su ejecución artística se iba a encontrar un profundo significado. Nuestros buenos actores aparecían en escena, se situaban frente a frente y empiezan a representar de una manera muy mímica algún conflicto apasionado. Cuando la acción mímica estaba casi en el apogeo y los ojos del espectador pendían de la historia dramática, esperando ansiosos el final, precisamente entonces nuestros actores la interrumpían de pronto y se quedaban como petrificados en la expresión mímica del momento. El efecto era sumamente cómico –o podía serlo–, ya que el instante se hacía conmensurable con la eternidad de un modo fortuito.” La referencia a la alianza entre lo fortuito y lo cómico proviene del romanticismo alemán, más propiamente de Jean Paul: mostrar lo más elevado bajo su aspecto más incidental y casual y hasta frívolo –el tamaño de la nariz de un gran hombre, por ejemplo–, genera un efecto de comicidad cuando se trata de una escena o propiamente humorístico cuando se integra a un relato. Pero el relato que hace Kierkegaard de la escena presuntamente cómica, no suscita sino inquietud: ¿la eternidad se sitúa en la interrupción brusca de algo que parecía llegar a su culminación? ¿No evoca, acaso, simple y terriblemente a la muerte, que llega como parálisis del gesto que sobreviene súbitamente sin tener en cuenta la vida del sujeto? –la muerte es un huésped desconsiderado, indudablemente–. El instante final (de la vida) es el modelo de cada instante. Podemos utilizar el modelo que ya utilizó Bachelard, el de la música. La música surge del fondo de silencio (aunque la sugerencia de Lacan, interesante por demás, indica que la voz, la música en este caso, es la que hace manifiesto al silencio de fondo), pero es preciso que existan intervalos de silencio, por más pequeños que sean, para que haya música, es decir, para que discontinuamente se articule el sonido –articular, lo sabemos, es dividir–. Si no hubiera intervalo relativo (en oposición al gran intervalo absoluto, el que ya ni siquiera es intervalo) todo sería confusión, ruido. Pero a partir de aquí es preciso interrogar qué es lo que fija, qué lo que se “retira”, (¿la retirada del Dios cabalístico?), por qué razón siempre tenemos en el horizonte una plenitud tan indescriptible como imposible de eludir, aunque más no sea que para negarla._______________ 1. Un heideggeriano podría objetar –y de hecho es lo habitual–, que ese tiempo infinito es el tiempo vulgar, ya que el tiempo de la existencia se construye de una manera finita, con un término de referencia que es la muerte. No obstante, es una cuestión que aquí quiero dejar meramente subrayada, como al pasar, pero para que no pase, en definitiva, si el tiempo finito no se construye sobre el fondo de un tiempo inabarcable, un tiempo que derrapa sin cesar y conduce todo a la ruina, un tiempo, en suma, sin asidero, este tiempo termina por instaurar un humanismo edificante, salvífico, francamente beato, aunque se pretenda inmanente y ajeno a toda tradición trascendente. Hay, en definitiva, una dimensión del tiempo que es real; y es lo que hace que no pueda construirse una teoría unitaria de él. 2. Kierkegaard, S., El concepto de angustia,( traducción de Gutiérrez Rivero), Alianza, Madrid, 2007, p.162. 3. Si Schelling quiso constituir una filosofía narrativa, Kierkegaard le agregó una dimensión innovadora: una filosofía además de narrativa, dramática.

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